En Colombia, hacer cine ha sido siempre un acto de coraje. Pero hacerlo desde la mirada de los pueblos, las mujeres, las resistencias y los territorios, ha sido también un acto de amor y memoria. Si hablamos de esto, no podemos dejar de nombrar a Marta Rodríguez, documentalista, maestra y referente fundamental del cine colombiano.
Desde hace más de medio siglo, Marta ha sostenido una cámara con firmeza para contar lo que muchos preferían callar: la realidad cruda de las desigualdades, el racismo, el despojo, pero también la dignidad de las comunidades que resisten. En un país marcado por la violencia, sus películas han sido herramientas de denuncia, pero también de sanación y tejido colectivo.
Una mirada incómoda, comprometida y radical
Marta comenzó su camino en los años 60, al lado de su compañero Jorge Silva. Juntos realizaron una obra que marcaría para siempre el cine documental colombiano: Chircales (1972). Este documental, filmado durante más de seis años, retrata la vida de una familia de obreros que fabrican ladrillos en el barrio Tunjuelito, en Bogotá. Más que una película, Chircales es un grito poético y político sobre la explotación, la injusticia y la cotidianidad silenciada de los pobres.
Al principio, la cámara les parecía mágica. Pero más allá de la fascinación, esa “máquina que habla” se convirtió en un espejo para tomar conciencia de su situación: sin prestaciones, en condiciones de trabajo precarias. Años después, gracias a ese proceso colectivo de autoreconocimiento, muchas de estas personas mejoraron sus condiciones de vida. Como dijo Marta: “Salieron del barro”.
Luego vendrían obras como Campesinos (1975), Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (1982) y Amor, mujeres y flores (1987), esta última una denuncia potente sobre las condiciones laborales de las mujeres en la industria floricultora. A través de estas piezas, Martha no solo amplifica voces marginadas, sino que construye archivo, historia y dignidad audiovisual.
En el Cauca, acompañó las luchas del CRIC y documentó procesos de recuperación de tierras, mientras tejía con las comunidades una metodología de cine participativo. En 1970, organizó un taller de video para 40 personas indígenas en Popayán, con apoyo de la Unesco. De allí nació un movimiento de cine indígena que hoy tiene su propio festival (Daupará) y cineastas reconocidos internacionalmente.
Un cine para escuchar
Lo que hace tan poderosa su obra es su capacidad de escucha. Marta no impone una mirada: se pone al servicio de los procesos comunitarios, permite que se narren desde adentro. Para ella, el documental es una experiencia pedagógica y política: una herramienta para recordar, resistir y transformar.

“Sin la participación consciente del protagonista del filme no es posible para mí su realización”, escribió en 1984. Ese enfoque resuena profundamente con los valores de La Comadre y con proyectos como IngáShort y Amplificadas, donde la creación no es individualista, sino comunitaria y amorosa.
Marta estudió Antropología en la Universidad Nacional y cine con Jean Rouch en Francia, donde adoptó la observación participante como método. Pero su mayor escuela han sido los territorios: vivir con las comunidades, confiar en su palabra y acompañar sus luchas con respeto. Cada una de sus películas es una herramienta de educación popular y empoderamiento.
Marta estudió Antropología en la Universidad Nacional y cine con Jean Rouch en Francia, de quien heredó el método de la observación participante. Pero más allá de las aulas, su verdadero aprendizaje ha sido en los territorios, donde ha vivido con las comunidades, acompañando sus luchas, confiando en su palabra y respetando sus tiempos. Cada una de sus películas es una herramienta de educación popular, de pedagogía sensible, de empoderamiento.Hoy, desde Ingashort, sentimos que mirar a Marta Rodríguez no es solo un acto de homenaje, sino una responsabilidad: reconocer que muchas de nosotras podemos hacer cine gracias a que ella abrió la puerta. Nos enseñó que la cámara también puede ser un tejido, un espacio de confianza, una herramienta de lucha.
Su legado en el presente: sembrar para las nuevas generaciones
Su cine nos recuerda que no se necesitan grandes presupuestos para contar historias que importan, sino compromiso, paciencia y un deseo profundo de cambiar las cosas. Su hijo, Lucas Silva, continúa ese legado con comunidades afrodescendientes en San Basilio de Palenque, desarrollando documentales y talleres.
Desde La Comadre sentimos que mirar a Marta Rodríguez no es solo rendirle homenaje, sino asumir una responsabilidad: reconocer que muchas de nosotras podemos hacer cine gracias a que ella abrió la puerta. Su legado está más vigente que nunca, en un país que sigue necesitando miradas profundas, sensibles y comprometidas.
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Que el legado de Marta nos acompañe. Que el cine siga siendo un acto colectivo, como ella lo soñó.
Martha Rodríguez nos enseñó que filmar también es cuidar. Que el cine puede ser un espacio seguro, una memoria colectiva y un acto de resistencia. Y en La Comadre, seguimos esa ruta.